miércoles, 26 de agosto de 2009

La lucha contra las drogas y el nacrcotráfico

La inoportuna declaración del presidente Calderón sobre la muerte de Michael Jackson (el pasado viernes 26 de junio), en la que señalaba que el cantante pop había sido víctima de las drogas y que por eso su gobierno se esforzaba en la lucha contra el narcotráfico, pretendía reforzar el lema de su campaña “que la droga no llegue a tus hijos”, pero con esta declaración de mal gusto no logró más que evidenciar, en mi opinión, la equivocada concepción del gobierno mexicano con respecto a su lucha contra el narcotráfico, el uso de drogas y las adicciones.



En primer lugar, el slogan “que la droga no llegue a tus hijos” con el que el gobierno panista trata de ganar respaldo ciudadano para enfrentar al crimen organizado, revela una concepción moralista e ingenua, maniquea y reduccionista en la que se apoya el gobierno en turno, y explica también en gran medida por qué esa política de penalización del consumo y del tráfico de drogas está destinada al fracaso. El gobierno del presidente Calderón entiende bien que debe proteger a los ciudadanos, y en especial a los niños, del mal “objetivo” que constituyen las drogas (psicotrópicas). Asimismo, habrá que reconocer que es evidente que se ha decidido a enfrentar a los grupos criminales, a diferencia de todos los gobiernos pasados, que muy probablemente negociaron con los criminales. Ahora bien, la guerra abierta contra el narcotráfico, se dice, tiene como misión salvífica evitar que los niños se vuelvan adictos y destruyan sus vidas (como el famoso cantante exafroamericano). Pero esta afirmación es, por decir lo menos, inconsistente porque si sólo midiéramos la efectividad de la lucha del gobierno contra el narcotráfico en el mero terreno de la distribución de drogas ilegales (y en el fácil acceso que tienen los niños y jóvenes a ellas), es claro que ha habido y seguirá habiendo un rotundo fracaso de esa política prohibicionista. Y la razón es simple: no es prácticamente posible detener ese tráfico comercial porque hay una enorme demanda que crece año con año, y por ello un gran mercado mundial que distribuye las drogas con alta eficacia hacia todos los rincones del planeta, mediante sus mecanismos de corrupción globalizada.


¿En qué se funda tal necesidad de drogas psicotrópicas en nuestra época? Sin duda la respuesta no es fácil, pues encierra una complejidad psicológica, neurológica, sociológica, política, moral, etc., pero la solución no puede residir simplemente en ocultar o negar una realidad y alejarla de las buenas conciencias que sí creen en Dios y tienen temor de pecar. El gobierno mexicano actúa con un moralismo muy ingenuo, que se esconde tras los faldones de la política oficial antinarcóticos. El gobierno presupone que sólo las almas descarriadas y las personas “sin valores” (religiosos, por cierto), esas que surgen de familias desintegradas, son las que se vuelven adictas. Hay que proteger, según piensa el gobierno actual, a las personas de “familias decentes” y creyentes (que sí conocen a Dios, como dijo el presidente) de ese mal y “limpiar” las calles de la droga y los drogadictos.


¿Qué hacer entonces con un tráfico imparable que se sostiene en una demanda social que simplemente no se puede ocultar o desterrar, a pesar de los loables esfuerzos de las personas puras y decentes, como las que encabezan nuestro gobierno federal? ¿Se debe permitir entonces este tráfico, se deben legalizar las drogas? La respuesta del gobierno mexicano es, otra vez, moralista e ingenua: NO, de ninguna manera porque el uso de drogas psicotrópicas es inmoral y lleva a la desgracia a la niñez y la juventud. Ahora bien, es claro que todas las sustancias psicotrópicas tienen un potencial adictivo y destructivo; que nadie se mueva a engaño: las drogas duras (y principalmente las sintéticas, por su alto grado de toxicidad) constituyen un mal, en el sentido en el que causan daño a las personas y a las relaciones sociales. Ni duda cabe. Pero hay una inconsistencia imperdonable en la política del Estado mexicano: al menos subsiste desde hace años una droga legal (las bebidas alcohólicas), que tiene un enorme poder adictivo y que causa graves trastornos sociales. En muchos países como el nuestro, sigue siendo uno de los factores causantes de accidentes automovilísticos en el que muchos, principalmente jóvenes, mueren día con día. Resulta pues que las drogas ilegales no son las únicas dañinas ni las drogas legales están bien reguladas, ni se controlan o evitan estrictamente las malas consecuencias de su venta y consumo libre.


Se ha dicho hasta el cansancio que la adicción a cualquier tipo de droga es un problema de salud que debe tratarse como tal. No obstante, el principal problema de la venta y consumo de drogas ilegalizadas no es, a pesar de todo, sanitario, sino más bien de índole social y político. El “mal” que el gobierno cree combatir en su “cruzada” contra las drogas no reside en las sustancias psicotrópicas mismas, sino en el crimen organizado que controla el tráfico ilegal de drogas, y que realiza otras tantas actividades delictivas como el secuestro o el tráfico (inhumano) de personas. El problema de fondo es que estas organizaciones criminales desafían claramente el poder del Estado mexicano y han mostrado que poseen ya el control territorial y la capacidad de ganarse el apoyo y el respaldo popular, mediante la corrupción endémica, la venalidad inherente a los cuerpos policíacos y a las instituciones de procuración de justicia, o bien mediante la amenaza, el terrorismo y el asesinato de quienes se atreven valientemente a oponerse a sus fines (como ha sido el caso de muchos periodistas asesinados en todo el país.) El verdadero mal es el poder corruptor del crimen organizado que controla el narcotráfico ilegal.


Lo que hemos visto con consternación es un gobierno federal que se debilita y unos gobiernos estatales terriblemente ineficientes y totalmente infiltrados. La pesadilla de nuestra caricatura de federalismo se ha hecho realidad. La federación está colapsada, no funciona porque en realidad el sistema político mexicano nunca fue diseñado como una auténtica república federal. Nuestro federalismo está lleno de contradicciones y parches mal confeccionados que llevan a la parálisis y al enfrentamiento estéril entre gobernadores caciquiles (incapaces siquiera de controlar una prisión y evitar la fuga de sus reos V.I.P. o de saber a qué se dedican en verdad sus funcionarios más cercanos), y un gobierno federal que no posee ni el control de las fuerzas de seguridad de todo el país, ni la capacidad de reacción rápida en cualquier parte del territorio nacional. Esto es lo más grave del problema: parece que el Estado mexicano ha perdido control de su territorio. Por ello, lo más preocupante de la guerra contra el narcotráfico es que, una vez iniciada, no es aceptable más que la derrota de esos enemigos internos del Estado. Pero, otra vez, el gobierno cae en la ingenuidad de que vencerá al enemigo maligno que “envenena” a nuestros niños sólo porque se cree moralmente superior. No basta. A esos enemigos habrá que derrotarlos con acciones judiciales y militares eficaces, proporcionadas al poder de fuego y organización táctica que poseen los grupos criminales. Pero francamente, no hemos visto un ejército, ni mucho menos fuerzas policiacas, capaces de ello. La victoria es muy incierta. No sabemos a qué costo ni en cuánto tiempo sería factible derrotar al crimen organizado. Ahora bien, ¿es posible acabar con todos los maleantes, con el ejército de vendedores callejeros, sicarios, fuerzas paramilitares, contadores, abogados, médicos, publirrelacionistas y otros profesionales que trabajan en el crimen organizado, así como con sus cientos (quizá miles) de policías, soldados, jueces, ediles, presidentes municipales, diputados, senadores, probablemente gobernadores o funcionarios de los gobiernos estatales o federal de alto nivel que trabajan para los “maleantes”? Más aún: ¿qué pasaría con todo ese ejército de trabajadores del crimen si se cerrara su “fuente de empleo”? ¿Se convertirían en trabajadores honrados en sectores legales y poco atractivos económicamente? Sin duda que se trata de un enorme problema social, pues tal parece que muchas de esas personas sólo tienen cabida en actividades criminales. Terrible sería convertir a los sicarios en comandantes judiciales o militares, pero lo contrario es lo que ocurre día con día: las deserciones en el ejército crecen año con año y de los miles de expolicías cesados o en retiro, nadie sabe cómo se ganan la vida.


Sin embargo, la triste realidad es que tarde o temprano el negocio sucio de las drogas duras tendrá que ser consagrado en la pila del mercado, para seguir siendo un negocio sucio pero lícito, como muchos otros. Ojalá que quienes han matado y corrompido a todo el que han querido y podido no se conviertan en los beneficiarios de esa gran operación de lavado. Ojalá se hiciera justicia. Pero tampoco nos hagamos ilusiones. De hecho, gracias a la doble moral consustancial al mercado capitalista, es decir, a que lo único que tiene valor es el dinero, los jefes criminales, aquellos que siempre visten de cuello blanco, lavan de consuno todo el dinero mal habido de ese gigantesco negocio, y están perfectamente integrados y mimetizados en las altas esferas de la sociedad mexicana. De facto, signo de la degradación moral y del poder de penetración de la narcocultura, es que algunos sectores de la sociedad han consagrado o han rendido culto a los criminales, a veces a escondidas o con mensajes cifrados en corridos e historias populares, por sus hazañas, brutalidades y su ambición desmedida.


Mientras el gobierno mexicano trate de hacer propaganda a su guerra contra el crimen en términos del moralismo tan ramplón del lema “que la droga no llegue a tus hijos”, no podrá convencer a nadie de la necesidad de la defensa de las mermadas instituciones del Estado, ni del peligro real que representa el creciente poder económico, político y “bélico” que ha concentrado el crimen organizado.


Esto nos lleva al punto crucial de la “lucha contra las drogas”. Por años se ha dicho que mientras se consideren ilegales ciertas drogas, y en realidad el sistema judicial sólo penalice a los consumidores y a los vendedores en pequeña escala, pero casi nunca a los grandes capos ni a los grandes distribuidores, el negocio del narcotráfico tendrá muchos años asegurados para aumentar sus ganancias, así como su capacidad de penetración y destrucción de la vida social y política de este país. Si el Estado mexicano no adopta una política que considere a sus ciudadanos como personas capaces de decidir por sí mismos, y deja de asumir el triste papel de inquisidor que dice qué drogas son legales y cuáles no, con qué es lícito que la gente se embrutezca y con qué no, la batalla estará de antemano perdida, con enormes costos en vidas y en mayor debilitamiento de las instituciones del Estado.


En este punto sigo el argumento clásico de John Stuart Mill. En un Estado liberal, los ciudadanos mayores de edad, tienen la libertad y la responsabilidad de saber qué hacer con sus vidas, qué hacen con sus cuerpos y qué cosas consumen. La responsabilidad del Estado consiste, por su parte, en regular las libertades y evitar que las consecuencias de éstas dañen a terceros. Desde estos principios, los ciudadanos tienen derecho a consumir cosas que objetivamente son dañinas para sus cuerpos y sus mentes, para lo cual deben recibir la información y las advertencias adecuadas por parte del Estado, como en el caso de los cigarrillos o las bebidas alcohólicas. Ahora bien, es responsabilidad de los adultos y de toda la sociedad que los niños no consuman esos productos “dañinos para la salud”, pero una vez que un adulto ha comenzado a consumir drogas, él o ella tiene la entera responsabilidad de saber hasta dónde quiere llegar y hasta dónde debe parar. Si pierde el control y se vuelve un adicto, aun así tiene la autonomía y la responsabilidad para pedir auxilio a otros para que lo ayuden a lidiar con su adicción. En todo momento, al Estado sólo le corresponde la responsabilidad de evitar que esa decisión dañe la salud o los derechos de otros. La despenalización del consumo y la legalización del narcotráfico (con las restricciones y controles necesarios) no implican que el Estado abandone la responsabilidad de proteger a los ciudadanos de los efectos negativos de las libertades individuales, sólo implica que el Estado tiene que regularlas objetivamente en función de los riesgos y daños comprobados de los productos y sustancias que se ofrecen en el mercado. En este sentido, podrían prohibirse determinadas drogas sintéticas por su alto grado de toxicidad, y otras ser reguladas como productos peligrosos, sólo para consumo de adultos. El mismo esquema debe aplicarse con el consumo de cualquier otra cosa que sepamos que objetivamente causa adicción o daño al propio consumidor, e indirectamente a quienes lo rodean.


El moralismo del gobierno mexicano tiene un punto cierto: sí, el abuso de las drogas destruye vidas, y los niños no deberían ser víctimas. Las drogas psicotrópicas son muy peligrosas y no cualquiera es capaz de manejar adecuadamente sus efectos. Es fácil perderse en la ilusión de los paraísos artificiales, una vez abiertas las puertas de la percepción. Pero en un auténtico Estado democrático, los ciudadanos adultos, con plena conciencia y capacidad de autodeterminación, tienen la libertad y la responsabilidad de experimentar y de aprender a distinguir entre el bien y el mal. En la lucha contra las drogas habrá que distinguir con sumo cuidado:


a) La lucha contra los criminales es una guerra que se tiene que ganar a toda costa, no puede haber marcha atrás, a menos que sea una salida pactada para que esos enemigos del Estado depongan las armas y abandonen la violencia, pero sin negociar las penas judiciales a que sean acredores; pero no se trata de una guerra moral, sino me temo que más bien de orden militar. Y no la está ganando ni el gobierno ni la sociedad (cuya mayoría, en efecto, consiste en personas honestas y limpias); la está ganando el otro bando que se ha aliado con algunos de los peores de nuestros males endémicos: la extendida cultura de la corrupción y nuestros moralismos.


b) La lucha contra los adictos a las drogas debe terminar: sustituyámosla por la lucha social, terapéutica y médica contra la adicción y los efectos perjudiciales del uso de drogas.