martes, 24 de agosto de 2010

Sobre la prohibición de las corridas de toros

No emprenderé aquí una refutación punto por punto de los argumentos que, en el contexto de la prohibición en Cataluña a partir del 2012, han intentado defender las corridas de toros como una tradición cultural venerable o, por lo menos, tolerable. Pero ya que se han esgrimido sorprendentes razonamientos del más puro y duro antropocentrismo, conviene analizarlos someramente.

Antes de entrar en los temas bioéticos, debemos deslindar la disputa de política local española que ha estado involucrada en el asunto. Que el Parlamento de Cataluña haya decidido prohibir las corridas, pero no los correbous, es un error garrafal que alimenta todas las sospechas sobre el sesgo catalanista de la resolución legal. Que por ello la medida es hipócrita y de doble moral, resulta cierto. Pero no desacredita ni debilita el núcleo bioético en discusión, base racional de la prohibición: las corridas de toros son espectáculos públicos en los que se tortura y casi siempre se mata a miles de animales sintientes. Ojalá el Parlament corrija ese sesgo y se resuelva consecuentemente a prohibir también los correbous.

Inmoralidad o moralidad de las corridas de toros

Fernando Savater, reconocida autoridad en ética filosófica, ha tomado el estandarte del antropocentrismo defensor de la tradición taurina en un artículo publicado en El País como reacción a la resolución en Cataluña. Señala que no existen razones concluyentes que sustenten que “un Parlamento prohíba una costumbre arraigada, una industria, una forma de vida popular”. Ha equiparado la prohibición, promulgada por medios y formas democráticos, con las acciones del Santo Oficio, comparación que me parece abusiva por ser más que retórica.

Savater pregunta “¿son inmorales las corridas de toros?”; responde:

La sensibilidad o el gusto estético […] deben regular nuestra relación compasiva con los animales, pero desde luego no es una cuestión ética ni de derechos humanos (no hay “derechos animales”), pues la moral trata de las relaciones con nuestros semejantes y no con el resto de la naturaleza. Precisamente la ética es el reconocimiento de la excepcionalidad de la libertad racional en el mundo de las necesidades y los instintos [subrayado mío]. No creo que cambiar esta tradición occidental, que va de Aristóteles a Kant, por un conductismo zoófilo espiritualizado con pinceladas de budismo al baño María suponga progreso en ningún sentido respetable del término ni mucho menos que constituya una obligación cívica.



Las confusiones y falsedades vertidas en el párrafo anterior son escandalosas, tratándose de un profesor de ética con tanta experiencia. En verdad que hace quedar muy mal al gremio filosófico. Los que nos dedicamos a la ética filosófica tenemos la obligación de aclararle al respetable público: no todos pensamos así ni con tanto desaseo cuando se trata de defender nuestros gustos personales.

Primero, la idea de que la ética sólo tiene que ver con las relaciones entre seres humanos es contundentemente falsa. Todos aquellos seres vivos sintientes incapaces de tener actos conscientes, intencionales y deliberados (prácticamente todos los animales no humanos, pero también muchos seres humanos) no son agentes morales responsables (no podemos pedirles obligaciones y responsabilidades morales), pero eso no significa que la manera en que los tratamos no tenga relevancia ética. Una moral antropocéntrica intransigente y dogmática nunca concederá que tenemos obligaciones éticas con el resto de la naturaleza. En eso se sustenta el dominio abusivo y violento que los seres humanos han ejercido sobre muchas otras especies. Igualmente, un racista o xenófobo rechazará que los otros congéneres a los que considera inferiores tengan iguales derechos; y siempre defenderá su libertad para maltratarlos. En cambio, una ética capaz de superar el especieísmo antropocéntrico amplía el ámbito de la consideración moral y reconoce nuestras obligaciones y deberes para con el resto de la naturaleza, comenzando con todos aquellos seres vivos sintientes a los que afectamos, dañamos y matamos.

Segundo, la “excepcionalidad de la libertad racional” que se supone caracteriza a los seres humanos sería, en todo caso, justamente la base para que éstos sean capaces de regular y atemperar sus conductas violentas, independientemente de las fuerzas naturales, las pasiones y los instintos; es decir, de una manera libre y autónoma.

Tercero, si lo anterior no representa una forma de “progreso” ético de la humanidad (y, por ende, una revisión crítica de la venerable tradición que va de Aristóteles a Kant), entonces no existe ninguna posibilidad de avance civilizatorio y progreso en las formas de la convivencia humana. Entonces caeríamos en el más puro y llano nihilismo moral.

Además, si el intentar asumir responsabilidad ética por el trato que damos a otros animales no es un signo de progreso moral, ¿con qué argumentos podemos decir que la ética que defiende los derechos de todos los humanos por igual, o bien la ética que argumenta la igualdad fundamental entre los sexos, representan mejoras morales con respecto a las morales sexistas, machistas, etnocentristas, chovinistas, racistas y también antropocentristas?

Más de un escéptico despreció o se burló en el pasado de ideas que postularon la igualdad esencial entre todos los seres humanos. En nuestros tiempos, las evidencias científicas acabaron por dar sustento a ese ideal ético. Por ello cualquier moral discriminatoria es ahora inaceptable. Pero lo mismo sucede con cualquier planteamiento que excluya arbitrariamente del ámbito de nuestras responsabilidades y deberes éticos a los demás animales sintientes con los que nos relacionamos.

Por otra parte, Savater cuestiona:

¿Es papel de un Parlamento establecer pautas de comportamiento moral para sus ciudadanos, por ejemplo diciéndoles cómo deben vestirse para ser "dignos" y "dignas" o a que espectáculos no deber ir para ser compasivos como es debido? ¿Debe un Parlamento laico, no teocrático, establecer la norma ética general obligatoria o más bien debe institucionalizar un marco legal para que convivan diversas morales y cada cual pueda ir al cielo o al infierno por el camino que prefiera?


El punto central de debate no es si las corridas son espectáculos dignos o indignos, moralmente positivos o denigrantes para los humanos. No pienso para nada que el aficionado a las corridas sea un ser degradado y perverso. El tema no es moral, es ético: la pregunta es si se produce o no la tortura y la muerte intencional de animales sintientes sólo para fines humanos que no poseen una justificación de primera necesidad hoy en día. Y si los parlamentos no pueden deliberar sobre los actos públicos para establecer regulaciones de la vida social, entonces no sé para qué deben servir. Luego no nos quejemos de la ineficacia e inutilidad de las democracias. Ciertamente, el consenso no es fácil de alcanzar ni puede ser unánime para imponer una restricción o una regulación a las libertades. Desde luego, a nadie le gustan las prohibiciones que dicta el poder público (sí en cambio, hay gente que se siente muy cómoda con las prohibiciones que imponen las religiones o las tradiciones culturales). Pero no hay otra forma de crear consensos legales y políticos.

Se ha dicho que era mejor que dejáramos morir de muerte natural a la tradición de las corridas. En Cataluña ha decaído rápidamente en los últimos años, pero eso es efecto también de una política pública. ¿Tenemos que esperar a que muera una tradición para que dejemos de matar a estos animales sólo por motivos festivos? ¿Por qué no actuar antes? Algún bien se conseguirá (menos animales sacrificados inútilmente), y éste es mayor que el mal causado (la restricción de las libertades y la frustración de algunos aburridos aficionados). Es claramente legítimo que el poder público intervenga para modificar aquellas tradiciones sociales violentas que ya no se justifican en nuestros tiempos. De esta manera, puede contribuir a formar nuevos consensos morales en las sociedades.

Savater señala que la asistencia a las corridas de toros es voluntaria; quien no quiera verlas, pues que no vaya. Pero igualmente voluntario era asistir a las decapitaciones y empalamientos en las plazas públicas; y no por eso diríamos ahora que dependen del gusto de cada quien. El punto no es lo público o lo privado de la fiesta brava, la preferencia o el gusto por tal o cual espectáculo, sino que en éste en particular se daña y mata animales de manera injustificada y masiva (como en otros actos culturales o tradicionales que también deberíamos abandonar). Esto es más que suficiente para convertirlo en un asunto de ética pública, de consenso ciudadano, y no de meras preferencias personales. Quizá se esté dando un primer paso para revisar y cuestionar todas las tradiciones culturales que impliquen violencia, tortura y muerte injustificadas de seres vivos.

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